Es fascinante comprobar qué tácticas utiliza la gente para desacreditar la opinión ajena y discrepante. A mí, al menos, me parece fascinante. Y si me lo parece es porque me encanta el debate. Disfruto confrontando mis ideas con las de otras personas, ofreciendo mi punto de vista y mi conocimiento, a veces escaso y a veces extenso, sobre temas que están de actualidad. Al hablar de esas cuestiones en este blog, me expongo doblemente (y lo hago con gusto). Por un lado, soy el primero en hablar y dejo constancia escrita de lo que pienso, lo que da a mi interlocutor (cualquiera que lea esto, quiera o no dedicar unos minutos de su tiempo a contestarme) a meditar sobre mis puntos de vista y contrastarlos con los suyos. Por otro, firmo con mi nombre. Me uno irremediablemente a mi opinión. Y eso, aunque parezca una tontería, me parece un elemento esencial del debate. Ni digo lo que me dicen, ni lo que he leído, ni lo que me parece que puede quedar bien. Digo lo pienso, expreso lo que siento. Nadie tiene por qué estar de acuerdo. Bienvenidos a la grandeza de la libertad de pensamiento y de expresión.
Es evidente que mi opinión sobre algunos aspectos del movimiento del 15-M no son populares, o al menos quienes no la comparten parecen hacer más ruido. Unas pocas personas, la mayoría escondiendo no sólo su identidad (algo extendido en Internet mediante la creación de nicks, algo muy lícito) sino también su procedencia (lo que impide la respuesta en su terreno), han decidido que la mejor forma de defender lo que piensan es denostar lo que yo digo, lanzar insultos, acusaciones sin fundamento (y que creen fundadas en un conocimiento que, por mucho que piensen lo contrario, no tienen sobre mí ahora ni seguramente lo han tenido ni lo tendrán jamás). A nadie le gusta recibir insultos, pero ya sabéis lo que dicen: insulta quien puede, no quien quiere. Y aquellos que han optado por esa vía, la verdad, no pueden. Conmigo no, desde luego, porque el menosprecio salvaje, la nula argumentación y la falta de respeto a la opinión de los demás hace que cualquier interlocutor que tenga en un debate o en una conversación se haya arrastrado él solo por el fango. Ya ha perdido, antes incluso de empezar a hablar, aunque usar palabras grandilocuentes y sin capacidad de respuesta directa le haga sentirse vencedor.
A mí no me preocupa que alguien gaste su tiempo en cuestionar mi forma de vida, mis gustos de ocio, mi pensamiento social o mis ideas políticas. No me preocupa que alguien se invente, sin base alguna, que a mí me gusta algo que no defiendo, que estoy vendido a no sé muy bien quién o qué, que estoy adoctrinado, que soy un facha, que doy asco, que soy lamentable o que no tengo sentido crítico. La verdad, me da igual. No escribo para probar nada a nadie, y mucho menos a la gente que se cree en condiciones de juzgarme con severidad por lo que cree entender de lo que digo. Lo que me preocupa es ese pensamiento único que, al parecer, quieren imponer quienes así se expresan. Se creen libres de toda crítica, piensan que su justa vía es la única admisible y que quien no la comparta es el enemigo a batir, a destrozar, a humillar. Yo escribo con la tranquilidad de respetar todas las ideas que no atenten contra nadie. Es obvio que unos cuantos de los que me han dejado comentarios en mi anterior entrada no comparten ese talante. Allá ellos, yo no voy a cambiar mi forma de escribir o de pensar por cuatro insultos y/o menosprecios, por mucho que cuando exprese una opinión me quieran colocar siempre etiquetas.
Todo tiene que ser blanco o negro, por lo visto. Los grises no se aceptan. Los matices no existen. Estás con nosotros o contra nosotros. Lo siento, ese no es mi mundo ni tampoco el camino que considero adecuado, sea para una acometer una revolución o para mantener contra viento y marea el status quo. Me vais a perdonar, pero no comparto la vía del 15-M, y lo dije desde el primer momento, a pesar de los puntos positivos que sin duda ha tenido. Creo que es un movimiento que ha canalizado el hartazgo que hay en la sociedad española (hartazgo al que no es que me sume, es que lo vengo demostrando desde hace más tiempo del que ya puedo acordarme con acciones y con palabras) y del que sin duda podrán salir propuestas positivas. Pero no le veo con capacidad real de cambiar lo que pretende cambiar. El sistema ni es un problema de España ni se va a solucionar sólo en España. Vivimos en un mundo globalizado en el que muchos problemas son heredados o traspasados. Y vivimos en un país con una larguísima historia, que ha ido dejando también en herencia estructuras que no se pueden cambiar de la noche a la mañana.
Lo que yo pretendía expresar con la anterior entrada, es que no veo en qué ayuda a los llamamientos revolucionarios o de cambio el protagonizar un juego absurdo con la Policía durante tres días, saltarse trámites burocráticos a los que uno se ha comprometido o cercenar los derechos de otros para defender los propios. Creo que hay muchas vías para canalizar la protesta y creo que se están escogiendo unas que no digo ya que sean acertadas o desacertadas, sino que no ayudan al objetivo que se quiere conseguir. Me asombra, sí, me asombra, que estemos ante un movimiento sin rostros y sin voces que canalicen las opiniones, en el que cualquier puede erigirse como portavoz. Sin ellos, no sé si sus responsables tienen la formación y los conocimientos necesarios para emprender la revolución que desean. No sé si se merecen mi respaldo porque no les conozco. Y eso, siento decirlo, me genera desconfianza. Veo una disparidad amplísima de objetivos, quejas y reivindicaciones, pero no siento que se le estén expresando a quien corresponde. No veo a los banqueros preocupados con las protestas. No veo a los políticos inquietos porque nadie les haga caso. Os recuerdo el amplísimo porcentaje de voto que hubo en las últimas elecciones, así que por ahí seguro que no se protestó.
¿Y por qué ahora despreciamos tantas vías que pueden ser válidas? ¿Tanto molestan los cauces legales? ¿Qué diferencia a una manifestación legal de una ilegal? Yo os lo digo. En la legal se habla de los temas por lo que se protesta; en la ilegal de esa ilegalidad de la protesta. ¿Por qué pensamos que el voto no es un medio para cambiar las cosas? UCD tuvo en las elecciones generales de 1979 más de seis millones de votos. En las de 1982 no llegó al millón y medio. Fijáos si se puede castigar al político que no cumpla. ¿Que todos los partidos son iguales? ¿Y qué hay de malo en formar un partido y explorar esa vía, aunque no sea el único camino posible? ¿No está obteniendo resultados crecientes UPyD con esta forma de trabajar? ¿Y qué tiene de malo la palabra escrita que tanto molesta? ¿Por qué tiene que ser más valioso el grito en la calle? ¿Sólo porque sea más alto o porque lo emplee más gente? ¿Por qué quienes se permiten el lujo de criticar a todos los demás no son capaces de aceptar críticas de los demás? Para el movimiento del 15-M no hay nada bueno en políticos, banqueros, periodistas o policías. Y, sin embargo, parece que no me dan su permiso para criticarles nada porque eso supone abrazar lo que ellos critican.
Sigo convencido de que tratar de una forma tan grotesca al discrepante hará que cualquier movimiento, de la índole que sea, se convierta en algo muy parecido a aquello contra lo que dice luchar. Sigo absolutamente convencido de ello. Y decir esto no implica en absoluto que defienda el sistema. Que no proteste. Que acepte todo lo que me impone el modelo actual. Que no me indigne, por utilizar el verbo de moda. Estamos revolucionados, de eso no tengo la más mínima duda. Lo que no veo claro es que estemos recorriendo un camino de revolución. Lo dije el primer día que hablé aquí del 15-M. Ojalá me equivoque. Ojala se consigan cambiar tantas cosas que rezuman injusticia. Pero que eso no sirva para eludir la responsabilidad que todos y cada uno de nosotros también tenemos en muchas de las cosas que suceden a nuestro alrededor. La autocrítica no sólo es sana, sino imprescindible para crecer. Y eso sirve tanto para las sociedades como las personas y sus movimientos. ¿Hay autocrítica en el 15-M? No es ésta una mala pregunta para iniciar una revolución.